El reino de la Bella Durmiente by Anne Rice

El reino de la Bella Durmiente by Anne Rice

autor:Anne Rice [Rice, Anne]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Erótico
editor: ePubLibre
publicado: 2015-01-01T05:00:00+00:00


II

En una cámara pequeña, bastante bien amueblada para ser una torre de entrada, me dijeron que me sentara en un banco y aguardara, y Sybil siguió adelante sin mí.

Sentí un tremendo escalofrío de miedo al ver que la puerta se cerraba a sus espaldas. ¿Por qué demonios había venido con ella? Es decir, ¿por qué no había venido estrictamente solo, de modo que ahora la única carga de mi alma fuese mi propio destino?

Transcurrió una hora que se me hizo eterna antes de que me llamaran.

Me encontré en una habitación espaciosa pero en penumbra, y cuando se cerró la puerta fui la única persona presente. Estaba sobre una alfombra, había una mesita tallada pero sin sillas y un pesado biombo de madera delante de mí.

Desde detrás del biombo, una voz masculina me habló:

—Joven, vuestra conducta es de suma importancia de ahora en adelante, ¿entendido?

—Sí, amo —contesté.

—Deseáis ser esclavo desnudo en este reino, ¿cierto?

—Sí, amo.

—Pues quitaos la ropa, toda la ropa, y los zapatos, y dejadlo todo encima de esa mesa. Y no pidáis que permitamos conservar una sola prenda.

Lo hice de inmediato, y solo cuando noté que el aire acariciaba mi piel desnuda caí en la cuenta de que por fin, ¡por fin!, estaba allí y que aquello me estaba ocurriendo de verdad. De pronto me sentí débil y me temblaron las manos. Pero no tardé en estar completamente desnudo, y muy avergonzado del polvo del camino que al parecer se me había pegado al pelo y las manos, pero permanecí mirando el suelo fijamente y procurando mostrarme sereno.

Transcurrió un largo momento.

Cualquier palabra en voz alta habría sido una bendición.

No hubo ninguna, y entonces se abrió una puerta lateral y una muchacha encantadora con uniforme de criada, delantal y griñón, me hizo una seña para que fuera con ella. Sonrió.

—No os preocupéis por vuestra ropa, mozalbete —dijo con una voz sumamente jovial—. La guardarán en vuestro arcón con todo lo demás.

Sin duda me puse rojo como un tomate. Desde luego, esa era la sensación que tenía, con aquella muchacha hablándome y yo totalmente desnudo. Entré en la habitación y me encontré con que era más reducida que la otra, pero estaba muy caldeada y había una gran bañera de bronce llena de agua humeante, y un pequeño fuego rugiendo en el hogar con cubos dispuestos a su alrededor.

—Al baño, jovenzuelo —dijo la muchacha.

Entré y me sumergí en el agua, y comenzó a restregarme el cuerpo entero. Me lavó el pelo a conciencia, aclarándolo con cubos de agua caliente, y después, diciéndome que me pusiera de pie, me limpió entre las piernas con la misma meticulosidad con que me había lavado el resto del cuerpo.

—Bien, si algo puedo decir es que sois un chico guapísimo, pero no soy yo quien toma las decisiones. Y mirad esta verga, que ya está erecta.

Me dio la vuelta y me lavó el trasero con la misma eficiencia.

—Ahora a mí me llamáis «señora» y a los hombres los llamáis «señor», ¿entendido?, aunque podéis decir «amo» y «ama» si lo preferís, aunque yo no me molestaría en hacerlo.



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